lunes, 30 de agosto de 2010

¿Bienamada Matilde?

bla bla bla



“Señora mía muy amada, gran padecimiento tuve al escribirte estos mal llamados sonetos y harto me dolieron y costaron, pero la alegría de ofrecértelos es mayor que una pradera. Al proponérmelo bien sabía que al costado de cada uno, por afición electiva y elegancia, los poetas de todo tiempo dispusieron de rimas que sonaron como platería cristal o cañonazo. Yo con mucha humildad hice estos sonetos de madera, les di el sonido de esta opaca y pura substancia y así deben llegar a tus oídos. Tú y yo caminando por bosques y arenales, por lagos perdidos, por cenicientas latitudes, recogimos fragmentos de palo puro, de maderos sometidos al vaivén del agua y la intemperie. De tales suavizadísimos vestigios construí con hacha, cuchillo, cortaplumas, estas madererías de amor y edifiqué pequeñas casas de catorce tablas para que en ellas vivan tus ojos que adoro y canto. Así establecidas mis razones de amor te entrego esta centuria: sonetos de madera que sólo se levantaron porque tú les diste vida”

Este es la dedicatoria que se encuentra en la primer hoja de “Cien sonetos de amor” de Pablo Neruda. Uno de los primeros libros que leí de él, más o menos a los 14 años. Son poemas que tienen mucha simpleza en comparación a los poemas de sus contemporáneos, y que se nutren de elementos cercanos, como la madera, por ejemplo. En todo el libro, el lector, o mejor dicho, la lectora adolescente con acné en la cara, como fue en este caso, es testigo de una devoción única hacia Matilde Urrutia. Una cantante chilena con la que el poeta compartió sus últimos años de vida. Una mujer que renunció a todo para seguirlo hasta Chile en medio de un clima político recalcitrante.

Grande fue mi sorpresa cuando el otro día, leyendo un libro de entrevistas, me enteré que Matilde encontró al Neruda de lo más campante en la cama con su sobrina, Alicia. Y grande fue mi decepción.


Neruda, el poeta que le cantó al amor con una voz única, que jura y perjura en un poemario que bienama a su mujer, así de fácil va y la engaña con otra. ¡Y encima su sobrina! Y como si eso fuera poco, me enteré que le escribió otro libro en secreto donde jura lo mismo a la otra.


Quiero decir públicamente que me siento estafada. Si tuviera un libro de quejas, lo firmaría con mayúsculas y resaltador. ¡Yo que era una adolescente me creí que esa clase de amor podía ser posible! Y ya ven.


Si Matilide no fue tan bienamada. ¿Qué podemos esperar nosotras de los hombres que escriben un sms los fines de semanas y un mail una vez por año?







Nada, chicas. Nada. 



martes, 17 de agosto de 2010

Mi primer beso

O cómo cuesta crecer
bla bla bla

Mi primer beso no fue especial. Al menos eso pensé en ese momento. Yo era muy chiquita. Tenía 13 años y un aluvión de hormonas, por supuesto, como suele pasar. También tenía una inocencia tremenda y muy pocas ganas de dejar la niñez. Me decían que ya no tenía que jugar con muñecas, y yo no lo entendía. Con un poco de pudor, lo admito. Sí, yo fui de esa clase de grandulotas apegadas a sus juguetes. ¿Pero por qué tenía que abandonar mis juegos?

Por otro lado, había soñado que mi primer beso iba a ser como un sueño, con un chico del que yo estuviera enamorada, y que, además, todo iba a dar vueltas alrededor.

Mi Pequitas era una muñeca con el pelo de lana fucsia. Se llamaba así por las pequitas en su mejilla derecha. Las de la izquierda, se las borre con alcohol una vez que fui médica.

El Colorado hacía juego con Pequitas porque también tenía el pelo de lana, pero de color naranja. Fue un regalo de mi padrino. Parece que estoy viendo a mi padrino sacar del estante a ese muñeco que descubro ya en mis brazos. “No. Qué no lo envuelvan. Me lo llevo así”.

También tenía a mi bebote Rebecca Elizabeth, nombre influenciado por las telenovelas mexicanas y las películas yanquis. Y a mis Barbies, siempre deseando un Ken que no llegó en ninguna navidad ni en ningún reyes. Un unicornio. Y una muñeca negra que me había regalado mi papá a los 3 porque me enamoré de ella y me tiré al piso para que me la compraran. Tenía muchos juguetes más. Estos eran los que más recuerdo. Y resuta que, porque cumplí 13, tenía que dejarlos.

Mientras, yo llevaba una doble vida. Cuando me juntaba con mis amigas, hablábamos de las primeras fiestas, hablábamos de bandas y de chicos, chicos que todavía no me interesaban mucho, con toda honestidad. Pero cuando volvía a casa sacaba a mis juguetes a escondidas. Y entre todos ellos, las Barbies estaban en su momento de más popularidad. Por fin habían tomado protagonismo por su fisonomía de mujer. Y con ellas yo imaginaba mi adolescencia, las fiestas del futuro y me imaginaba lo que sería vivir sola, sin padres molestos ni hermanitos hinchapelotas.

Una noche la familia de mi amiga Loli me invitó a un carnaval. Como era una familia muy conocida, mi mamá me dejó. Cuando llegamos, veo a un chico morocho, simpático y alto. Es Rodrigo. Lo conocía desde los 11 porque era el ex novio de una compañera, mucho más precoz que yo. Se me acerca. Charlamos. Mi amiga, Loli, se va. Alguien que pasaba, no sé quién, me tiró espuma en la ojos. Por unos segundos no veo nada. Estoy en esa nebulosa y Rodrigo me ayuda. Me pasa un pañuelo por la cara, me saca la espuma y, ahí nomás, me besa. Yo no me lo espero pero respondo al beso por inercia. Y listo. Dicen que el primer beso sólo se puede dar una vez. Y es verdad. No hubo nada que dieras vueltas. Me veo a mí misma en esa esquina con un sentimiento de curiosidad y atracción mezclado con enojo.

Me pregunta si quiero ser su novia y yo le digo que sí, pero al otro día, cuando lo veo en la esquina de mi casa, me arrepiento y lo ignoro.

Pero esa semana, sin darme cuenta, puse mis muñecos en una bolsa y se los regalé a mi hermanita. Le toqué la mejilla sin pecas a Pequitas y peiné a las Barbies por última vez.

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